Los nuestros, de Serguéi Dovlátov
Querido Seriozha, ¿me permitirás
llamarte así después de nuestra primera cita? Sé que puede parecer demasiado
cariñoso o íntimo, pero no me sale hacerlo de otro modo después de que me
abrieras todo tu interior la noche pasada.
Te escribo en lugar de llamarte
porque no querría mostrarme ansiosa por una segunda cita, demasiado rápido
va, pensarías; decir no, porque eres hombre de pocas palabras en cuanto a
sentimientos, sobre todo tras tu experiencia cuando conociste a tu mujer, que
se plantó en tu casa desde el mismo día en que te vio por vez primera, y temo
ahuyentarte. Por eso, espero que el tiempo que tarde en llegarte esta carta
—soy tradicional, como parte de tu familia— sea más que suficiente para que te
entren las ganas de verme.
El caso es que, tras conocerte en
esta cita a ciegas, tengo ganas de saber más de ti: cuál es tu oficio,
qué guardas en tu maleta, qué escribes en tu libreta de notas,
todo, todo. Ay, esta extranjera ya está haciendo lo que más temía. Ya
basta de eso. Déjame que te hable de lo que sentí ayer.
Las primeras impresiones cuentan,
lo sabes; me gustaste por tu fachada, portada donde se reflejaban de manera
insinuante los rasgos que seguro te llegan de tus abuelos, padres, tíos y
primos, qué leches, creo que incluso algo asoma de tu perra, Glasha. Si los
perros acaban pareciéndose a los dueños, ¿por qué no al revés? Al fin y al cabo,
es la presencia más calurosa que has tenido toda tu vida. Perdón, pero eso lo
dijiste tú.
Y sé que tienes a los tuyos más
que presente; me lo demostraste desde el aperitivo que nos tomamos antes del
almuerzo. Por cierto, me gusta que hables con humor de tus abuelos; me reí
mucho con sus anécdotas, con ese humor que tienes al contarlo, tan típico de
los judíos, que mezclan lo surrealista con lo cotidiano y a los que no les
cuesta nada reírse de sus defectos y rebajar sus virtudes. Eso casa mucho
conmigo, que Gila (¿lo conoces?) es de los cómicos que más carcajadas me han
producido.
Conforme llegó la comida, me
hablaste de tus padres y tíos, sé que las figuras femeninas fueron importantes
en tu familia, no dudo de que tu maestría al escribir y el amor a la literatura
vienen de ellas, sobre todo de tu madre y tía. Se nota, porque a veces al
hablar de ellas, su pasión y defensa de sus ideas me recordaban a Lermóntov,
son ¡unas Pechorin!; en su cotidianeidad de peligros subyacentes, a Chéjov. Lo
de las figuras masculinas de tu familia ya tiran más a Gógol; sí, Almas
muertas es mi libro favorito, así que ya me entiendes. Pero también al
miedo a las delaciones que nos traen Grossman en Vida y destino y, sobre
todo, pobrecito, el Bulgákov de El maestro y Margarita.
Ojo, no te digo esto porque lo
haya visto hace poco en Wikipedia (que aún ni existe), aunque me digas que no
tengo ni idea, que tú familia encaja más en la tesitura de Los demonios.
Lo sé, porque sé que conforme me hablabas de tu familia, no lo hacías de ella,
o sí, pero no solo de ella, sino que los tuyos eran los vuestros.
Tu familia y tu país. Lo hacías desde el punto de vista del emigrante que no se
siente emigrado, pero aquel cuya alma tampoco casa con los tiempos rusos. Un
Nabokov que no ha de traducirse a sí mismo del inglés al ruso, porque tú no
dejaste de escribir en tu lengua materna.
Mientras me hablabas de tu
familia, de soslayo nombrabas los tiempos de revolución, las guerras, la vida
literaria, la situación política del día a día, los chanchullos, los grises y
las sombras. Pero, aun sobrevolando lo que me contabas, lo cubrían todo. No
cargabas tintas en lo trágico, pero lo era. Ha dejado un poso en ti, lo sabe tu
esposa, lo sufre tu hija. Lo delata tu imponente figura física, donde se marcan
las últimas palabras que me dijiste:
-¿Y qué ha cambiado?
-Nada… Nada.
Ya sí, me despido. Pero déjame
que yo también me descubra: sé que te importo poco, pero quiero seguir
conociéndote.
Información de la contraportada:
«El hombre tiene al enemigo en casa»,
sanciona el autor emergente Dovlátov. Se arriesga así a penetrar en el misterio
de sus orígenes, encadenando las crónicas de cuatro generaciones surcadas por
una especie de verdad insistente y anómala. El autor gobierna a sus
inolvidables personajes como cambiantes máscaras libertarias. La titanomaquia
de los abuelos, judíos de Oriente y armenios del Cáucaso, cede ante la
decadencia de hijos y nietos. Pero los vínculos de sangre no se rompen y
atrapan al lector, que se siente en esta obra maestra, muy precisamente, como
en casa.
Datos
técnicos:
Los
nuestros (Наши). Serguéi
Dovlátov, 1983.
Editorial:
Fulgencio Pimentel.
Traductor:
Ricardo San Vicente.
Ilustrador
de portada: José Quintanar.
Tapa
dura. 14,3 x 20 cms
Número
de páginas: 192.
Comentarios
Publicar un comentario