El gabinete de los cien cajones, de Lluís Rueda.
De crío fueron las novelas de Emilio Salgari, sobre todo las
del Corsario Negro; las de Julio Verne, La isla misteriosa y Las
Indias negras; las de Walter Scott, Ivanhoe y El pirata; y El
señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien. Sus profusas descripciones me
dejaban embelesado y me permitían casi andar por los mismos suelos que hollaban
sus protagonistas y disfrutar de sus paisajes. No me sucedía como a otros
amigos que obviaban esos párrafos —a veces páginas enteras—, para ir saltando
de escena en escena de acción.
En mi viaje de fin de la EGB (o tempora, o mores),
mientras mis colegas gastaban las pesetas que les habían dado sus padres en los
discos (nadie los llamaba vinilos por aquel entonces) de las bandas sonoras de Grease
o de Dirty Dancing, yo me compré Drácula. Recuerdo lamentar que el
vampiro fuese un personaje tan universal, pues si en el mundo existiese alguien
que no lo conociese, hasta bien avanzada esa extraña novela confeccionada a
partir de fragmentos de diarios y cartas no podría ni imaginar que por sus páginas
deambulaba la naturaleza de un no muerto. Mis conocidos, los pocos que la
leyeron, dijeron que era un auténtico rollo.
Durante mis estudios universitarios, me entró, como a tantos
otros, el prurito de leer las grandes obras de la literatura; entonces ardió mi
pasión por los grandes autores del XIX; recuerdo hacer un barrido por Europa de
este a oeste: Gógol, Dostoievski, Tolstói, Mann, Flaubert, Austen, Dickens,
Queirós, etc. En ellos, me abrumaban los espacios cerrados, la capacidad para
describir los bajos de un vestido, el terciopelo de las cortinas, el bruñido de
los samovares. Entonces llegaron a mí el olor de los salones y callejones o el
tacto de las gasas y los paños. “Jesús, en esas novelas no pasa nada”, decían
mis compañeros; “sucede todo”, respondía yo.
Pasan los años, muchos, caen los pelos, muchos más aún, y
cuando menos me lo espero, me topo con El gabinete de los cien cajones, una
novela que me retrotrae a cada uno de esos intervalos temporales anteriores.
La forma epistolar del inicio ya me ha ganado para la
caminata. El amplísimo registro léxico de Lluís Rueda me hace sonrojar, tal abundancia
no la había disfrutado desde Turguénev, ojo. Me adentro en la novela y las
descripciones geográficas, profusas, exuberantes, detalladas y con nombre y
apellidos de los accidentes, ya sea porque el autor haya estado allí sea fruto
de una investigación concienzuda (apuntemos a Dostoievski o a Salgari en uno y
otro extremo de tales particulares) no hacen sino inocularme la picazón de
hacer las maletas y comprar el primer billete para la frontera del
Friul-Venecia Julia con Eslovenia. Por último, los detalles gráficos
arquitectónicos, ambientales, de ropajes o personales, desbordan el color, las
formas y la profundidad que añoraba para que el texto salga del libro y me
rodee, para abrazarme y empujarme hacia el interior del recorrido de sus
páginas.
Por si no ha quedado claro, me postro ante el respeto y las
habilidades de Lluís Rueda para la descripción quasi-écfrastica de la naturaleza y los objetos.
Una aura verdosa cubrió su negrura,
era un lecho de moho translúcido encajado en cada tramo de su figura, la barba
nacida y el cabello creciente conformaron un ramillete de líquenes; su sayo y
ropajes se deshicieron como si al contacto con su nueva piel se tornasen hojas
perennes. La verdadera identidad de Sabacio reinaba en el camposanto. Vettor no
podía negar su insultante divinidad; la máscara de Nemanjics, desprendida,
ardió hasta quedar convertida en pura ceniza llevada por la brisa nocturna.
El gabinete de los cine cajones nos
hace ser testigos de un viaje que, como ha de ser en toda buena novela, es
tanto geográfico como personal, con la novedad de que para que encaje más
lustrada la metáfora, este comienza en el exterior y con compañía y termina
descendiendo en solitario a las simas y cavernas de Skocjan en una catábasis
que no es tanto externa como interna, y a la misma par, de arriba hacia abajo
como desde el presente hasta el pasado. Así, Xaverina von Attems la
protagonista —por cierto, magnífica la elección de una muchacha que se yergue
bien pronto en solitaria corredora de aventuras alejándose de muchos de los
patrones de la novela del XIX en general y de la novela gótica en particular—,
cuando sale en busca de su pariente, no sospecha que lo que realmente acabará
encontrando será a su yo de la infancia y a un personaje legendario que la
acompañará como Virgilio a Dante en ese viaje por el Tártaro esloveno, donde se
convertirá en una Perséfone rediviva (perdón) alimentándose de granadas.
Este viaje en el tiempo no transitará únicamente la senda de
Xaverina, sino que se detendrá en la morada biográfica del Bràul, relatando
profusamente su leyenda. Un mito que no sabemos si ha salido del folclore
cárnico o del mental del autor (perdón, otra vez), pero que no me molestaré en
buscar, pues me ha dejado más que satisfecho. ¿No tenemos acaso al propio Drácula
de Bram Stoker como paradigma de sincretismo de una multitud de leyendas y
referencias históricas? Lluís Rueda puede haber obrado igual y, siguiendo tanto
los cánones del terror gótico como del propio autor irlandés, nos ha traído un
personaje tan atrayente para el lector como fascinante para la protagonista,
aunque en la relación que se produce entre el monstruo y ella diverja de la travesía
de los tópicos de manera magistral.
Y sabrán perdonarme, mi atracción por
esta criatura arrancó en una etapa de inmadurez en la que la soledad en
Monrepos pudo conducir a una niña a ver en “aquel que brinca por los pasillos”
a un amigo fiel.
Al adentrarnos en la leyenda estamos en un relato dentro del
narración general, cajoncito dentro del cajón, pero no está ahí sólo para
ilustrar o dar contexto al viaje de la protagonista, sino que cobrará fuerzas
para dar sentido a la novela. Es entonces cuando vemos que todo el periplo de
Xaverina, todo la narración a través de los siglos del Braúl, más los hechos
que suceden entre ellos con los otros dos personajes principales, no hacen más
que hablarnos, Kavafis more, de la persistencia y afianzamiento de la
personalidad y el sentimiento a través del cambio. Y, para ello, nada mejor que
el último capítulo. La guinda, el maravilloso
epílogo a ese viaje con senderos bifurcados; esas poquitas páginas se ganan el
sello del placuit estampado por la New Weird.
Es el acto de abrir un portal cuya
naturaleza y razón de ser es pasar inadvertido. Desbaratar su intimidad tiene
consecuencias. Pero, por otro lado, abrir un sendero es un acto incierto y la
determinación, la capacidad para convertir las acciones en el propio camino es
algo que no debe tomar a la ligera. Hallará elementos que la pueden distraer de
la tarea, alargar el camino, eternizarlo, acortarlo o abocarla a un atajo
oportuno; para ello deberá tener confianza en un último razonamiento, en una
única elección.
Tras leer El gabinete de los cien cajones sólo me
entran ganas de seguir viajando con Lluís Rueda como guía. Próxima parada Lucificción.
Voy comprando los billetes. En coche cama y locomotora de vapor, por supuesto.
Información de la contraportada:
“Año 1908, la noble de origen austrohúngaro Xaverina von Attems se
desplaza a Eslovenia en busca de un pariente desaparecido: el conde de
Strassoldo. Una vez en la posada de Hiking, Divača, conoce a Osvald Jesper, un
caballero británico que le entrega una inquietante maleta como salvoconducto
para acceder a la morada de «aquel que brinca por los pasillos», el Nereôs
cavalîr, también conocido como el Bràul, quien parece tener la clave del
misterio presente, así como de otros de su pasado.
Para la ocasión, el autor recupera una antigua figura demoníaca
del folclore popular cárnico (región de Friuli-Venecia Julia), inédita en el
ámbito literario y capaz de medirse con iconos de la literatura fantástica como
Michael Robartes o Lestat de Lioncurt.
Tras Lucificción (OrcinyPress,2020) y el ensayo Decapitación.
Iconos y leyendas (Hermenaute, 2021), Lluís Rueda nos presenta otra
obra singular situada en el marco de la new weird o ficción extraña. El
gabinete de los cien cajones ahonda en las constantes habituales del
autor: umbrales oníricos, fuerte carga simbólica y una prosa oscura y poética.
Las memorias de Xaverina von Attems, una mujer de principios del siglo xx, son
el material de partida de esta sorprendente novela de horror gótico que rinde
homenaje a escritoras precursoras del género como Ann Radcliffe o Clara Reeve.”
Datos técnicos:
El gabinete de los
cien cajones. Lluís Rueda, 2024.
Editorial: Orciny
Press.
Ilustrador de
portada: Pol Abran / Branca Studio.
Tapa blanda. 14 x 21,3
cms
Número de páginas: 214.
PVP: 18,00.
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